Por Guadalupe Lozada León(Fragmento)
Como todos los pueblos asentados en la región lacustre de México, los que rodeaban al cerro del Tepeyac, adonde acudía una multitud de peregrinos a adorar a Tonantzin, fueron dominados por los mexicas, quienes durante el engrandecimiento de su poderío construyeron la calzada que los unía a Tenochtitlan, la cual, además, funcionaba como dique capaz de contener las aguas dulces de los ríos que desembocaban en la parte occidental del lago.
A partir de la conquista de México, el Tepeyac comenzó su proceso de urbanización, al tiempo que su territorio fue repartido mediante el sistema de encomiendas, lo que degeneró en la esclavitud de los encomendados, quienes permanecieron sometidos durante la mayor parte de la época colonial.
Dada su cercanía con la Ciudad de México, esta zona fue una de las primeras en ser tomadas en cuenta para el proceso de evangelización cristiana. En tal virtud, fueron los franciscanos los primeros miembros de las Órdenes religiosas en arribar a estas tierras y quienes comenzaron la labor misionera en el Tepeyac.
Así las cosas, en 1531, cuando apenas había iniciado el proceso de conquista-colonización-evangelización, se produjo en el cerro que da nombre a la región, el “milagro guadalupano”, portento que transformó la vida de la zona que, a partir de aquellas apariciones, se desarrolló en torno a la imagen plasmada en la tilma de Juan Diego. Este acontecimiento provocó que en 1533 se fundara el pueblo de Guadalupe, que con el tiempo fue reconocido como cabecera de Santiago Atzacoalco, San Pedro Zacatenco, Santa Isabel Tola y San Juan Ixhuatepec. Desde aquel momento trascendental para la cristianización americana, se construyó una pequeña ermita que al paso del tiempo cedió su lugar a un primer templo edificado en 1622.
En vista de que el culto mariano comenzó a atraer gran cantidad de fieles, a partir de 1676 se construyeron quince grandes monumentos a lo largo de la antigua calzada que unía al Tepeyac con Tlatelolco, en los cuales se representaban los hechos religiosos que se aluden en los misterios del Rosario, separados uno de otro la distancia suficiente para que, al ir caminando, el peregrino tuviera la oportunidad de meditar sobre las virtudes marianas y rezar diez veces el Ave María.
Sin embargo, es a la llegada del siglo XVIII, notable por los cambios de mentalidad producidos en el mundo, que se inaugura la Basílica de Guadalupe, en donde con toda la pompa de la ornamentación religiosa, el culto guadalupano desarrolla su descomunal fortaleza.
Administrativamente, las cédulas reales de 1733 y 1748 elevaron al pueblo de Guadalupe a categoría de villa; se encontraba habitada por 97 familias indígenas empleadas en las salinas de Tlatelolco y la hacienda de Santa Ana, o como pescadores en el lago de Texcoco. Diez años más tarde, a la población nativa se habían sumado cincuenta familias españolas, casi todas ellas relacionadas con el servicio del santuario.
En 1743 se inició la construcción del acueducto de 2 310 arcos y una extensión de doce kilómetros, que corría desde el nacimiento del río Tlalnepantla hasta la fuente que estaba frente al santuario de Guadalupe, con varias tomas intermedias. A partir de su terminación en 1751 se introdujo el agua a la población.
Fue a finales de ese siglo tan pródigo en acontecimientos cuando en 1791 se inauguró la iglesia del Pocito, obra del afamado arquitecto Francisco Guerrero y Torres, así como la calzada de Guadalupe, que facilitaba el traslado de los devotos. Resulta evidente que estas obras públicas obedecían al aumento del culto en torno a la imagen guadalupana. En 1737 se proclamó “la jura” de su protectorado sobre la Ciudad de México, mismo que en 1746 se extendió a todo el reino de la Nueva España.
Esta explosión del guadalupanismo novohispano propició que los virreyes, antes de entrar a la capital que sería la sede de su mandato, pasaran ante la imagen de la Virgen de Guadalupe a implorar la protección de su patrocinio. Las grandes ceremonias con las que se les recibía requerían de un estricto ritual que duraba varios días, después de los cuales el futuro gobernante se dirigía por alguna de las dos calzadas a la Plaza Mayor de la Ciudad de México.
Con las características de un poblado eminentemente religioso, acostumbrado a dar cabida a los peregrinos que llegaban en multitudes a la zona del santuario, se desarrolló la vida en Guadalupe durante toda la época colonial.
Independencia guadalupana
Una vez consumada la independencia, la llegada de la nueva realeza criolla al poder encontró, desde que se instaló la Junta Provisional Gubernativa en 1822, un símbolo más para exaltar su fe, merced a la instauración de la Orden Imperial de Guadalupe, máxima insignia con la que se premiaba a todos aquellos cuyo valor los había caracterizado en la defensa de la patria. Asimismo, otro criollo, Miguel Fernández y Félix, cambió su nombre a Guadalupe Victoria en honor a la virgen del Tepeyac y, como tal, se convirtió en el primer presidente del México independiente.
Al establecerse el Distrito Federal por un decreto del Congreso del 18 de noviembre de 1824, la Villa de Guadalupe quedó comprendida dentro del círculo que, teniendo como centro la Plaza Mayor de México, dio su primera forma al DF.
Fue en el periodo de gobierno de Guadalupe Victoria que, el 12 de febrero de 1828, se le dio a la villa el nombre con el que sobrevivió los siguientes cien años: Ciudad de Guadalupe Hidalgo, lo que corroboraba la íntima relación entre la religiosidad y la historia al reconocer en este nombre la devoción guadalupana y la heroica figura del Padre de la Patria.
Ya con este nombre, el 2 de febrero de 1848 esa ciudad fue testigo de la firma del Tratado de Paz, Amistad y Límites entre los Estados Unidos de América y la República Mexicana, con el cual se delimitó el nuevo mapa de nuestro país, que a partir de aquel momento perdía más de la mitad de su territorio.
En el clima político en que se desarrolló la mayor parte del siglo XIX mexicano, en el cual los diferentes bandos políticos se disputaban el poder a base de golpes de Estado o “pronunciamientos” –como se les llamaba entonces–, pocas fueron las mejoras materiales que tuvo el Distrito Federal. La Villa de Guadalupe no fue la excepción.
Sin embargo, un suceso relevan-te transformó la vida de aquella pequeña ciudad a los pies del cerro del Tepeyac: la llegada del ferrocarril a la Villa de Guadalupe, cuya inauguración a cargo del presidente Ignacio Comonfort se llevó a cabo el 4 de julio de 1857. A partir de entonces, los viajeros que recorrían a bordo de este novedoso medio de transporte la calzada de los Misterios, pudieron acceder con mucha mayor facilidad al santuario, lo que incrementó el comercio y el intercambio cultural de la localidad.
**Artículo obtenido de Historia de la Villa de Guadalupe a través de los siglos | Relatos e Historias en México que
se publicó íntegramente en la revista impresa de Relatos e
Historias en México No. 59: http://relatosehistorias.mx/la-coleccion/59-noticias-del-imperio
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